Un lunes sin luz , pero con conexión

  



El 28 de abril fue un lunes. Un lunes normal. O eso parecía. Hasta que dejó de serlo.

Estaba en clase de inglés cuando se fue la luz. Fue un corte repentino, seco. El proyector se apagó. Las luces también. Los móviles dejaron de tener cobertura. Lo primero que hicimos fue decir :“Seguro que vuelve en cinco minutos”. Pero no volvió. Ni en cinco, ni en diez, ni en toda la mañana. Seguimos las clases como pudimos, usando la luz que entraba por las ventanas, hablando más de la cuenta. Nadie entendía muy bien qué estaba pasando. Y fue ya en biología, la última hora del día, cuando algo cambió en el ambiente. Cuando empezamos a inquietarnos de verdad. Cuando el silencio se volvió demasiado largo e intenso 

Los móviles seguían sin funcionar. Sin red. Sin internet. Sin cobertura. Y ahí, mientras escuchaba a medias a el profesor y a medias el zumbido del vacío, empecé a pensar en mi familia. No sabía nada de mis abuelos, que viven en Madrid. Me los imaginaba en su piso, tal vez sin agua, sin luz, sin noticias. No sabía nada de mi padre, que ese día estaba en la carretera , solo .Pensé en mi madre, en mi hermana. Pensé en casa. Y en que no tenía forma de saber si estaban bien. De pronto, todo lo que siempre había dado por hecho —enviar un mensaje, hacer una llamada, mirar una historia se volvió imposible.

Al terminar las clases, cogí el autobús de vuelta a mi pueblo. El trayecto fue raro. Silencioso. Todos mirábamos el móvil como si fuera a revivir de un momento a otro, pero nada. La carretera parecía más gris de lo normal. Las conversaciones eran susurros. Una mezcla de “no pasa nada” con “¿y si sí?”. Y al llegar, al bajarme, lo primero que vi fue a mi madre y a mi hermana esperándome. Solo entonces sentí lo que había estado conteniendo todo el día. El alivio, sí. Pero también el miedo.

Ya en casa, encendimos una radio pequeña que aún funcionaba con pilas. Y fue ahí cuando empezamos a entender. El apagón no era local. No era solo una avería. Era general. En toda España. Y también en otros países. Las noticias hablaban de un fallo sin precedentes o un ciberataque . Nadie sabía cuánto duraría. Nadie sabía casi nada. Solo que no había luz. Que no había agua en algunas zonas. Que no había comunicación. Y que no sabíamos cuándo volvería.

La gente empezó a salir a la calle por la tarde. Cuando se dieron cuenta de que no había otra. Sin televisión, sin internet, sin móviles… ¿qué quedaba? Las plazas y los parques  se llenaron. Las aceras también. El pueblo  sonaba distinto. Más humano  . Vi a vecinos que nunca hablaban conversando con otros . A niños corriendo sin pantallas en las manos. A madres  y abuelos sentados en los portales, como en las películas antiguas. Escuchábamos la radio con volumen alto, como si fuera un hilo que nos mantenía conectados a algo más grande.

Y en medio de todo eso, sentí algo que no esperaba. Sentí presencia. De la real. De la que no necesita contraseña. Sentí miedo, claro. Pero también sentí que, por primera vez en mucho tiempo, todos estábamos en el mismo lugar. Sin distracciones. Sin filtros. Solo ahí. Juntos.

Ahora ya volvió todo. La luz. El wifi. Las redes. Todo lo que parece “normal”. Pero yo no quiero que eso borre lo que vivimos ese lunes. Porque ese 28 de abril me hizo ver cuánto nos sostenemos en cosas que pueden desaparecer en un segundo. Y también cuánto podemos encontrar cuando lo de fuera se apaga, y solo queda lo de dentro.

Tengo 17 años. Y aprendí que a veces, la desconexión más brusca es la que más te despierta. Que hay oscuridades que iluminan. Y que no saber… también enseña.


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